Qué bonito es eso de agradar y sentirnos queridas, qué maravilla notarnos aceptadas y formando parte de un clan.
De uno o mejor, puestas a elegir, mejor pertenecer a varios grupos. Cuantos más nos quieran, mejor. Es genial que nos adoren nuestros padres, los amigos, el chico que nos gusta, los vecinos , los del curro y todo el mundo en general.
Somos bichos sociales y estar cómodas y protegidas dentro del rebaño nos resulta de lo más gratificante.
El problema surge cuando te lías y empiezas a actuar con el único fin de ser aceptada. Sólo porque necesitas que te aprueben te olvidas de ti y de tus propios deseos.
Si te desvives por complacer a los de alrededor y no es recíproco, estás perdida. Vas a acabar con los ojos rojos, moqueando, con el corazón destrozado y agarrada a cualquier clavo por mucho que esté ardiendo.
Cuando das demasiada importancia a la opinión de los demás, pierdes el control sobre ti misma, dejas de saber qué quieres y se te olvida como tomar tus propias decisiones. En ocasiones nos hieren, a veces nos hacen daño y nos lo tenemos que tragar… o no.
¿Te suena eso de que no ofende quien quiere si no quien puede? Pues prueba a creértelo. Pensar que si los demás actúan de determinada manera porque tienen un problema contigo, te limita. Realmente tú debes decidir si te interesa aceptar esos pensamientos ajenos como propios o no. Entiende que todo ese mal rollo está en su cabeza, no en la tuya.
Pero antes de culpar a cualquiera de su mala leche, hagamos un rápido examen de conciencia… Sí, también a veces sentimos cierto placer mezquino soltando cuatro lindezas al primero que se nos aproxima. Parece que, si con nuestras palabras conseguimos sumergir a algún otro en nuestro mismo charco, nos sentimos un poco liberadas. Venga, ¡todos a ahogarnos en un mar de lodo!
Podemos optar por repartir porquería y recoger la que nos envíen o poner el foco en algo más entretenido, lamernos en silencio y con calma nuestras heridas y salir reparadas a buscar ese buen rollo que tanto nos gusta recibir.
La sonrisa se propaga igual de fácil que la mueca pero mola mucho más y sus efectos secundarios siempre son mucho más gratificantes. Decide si tiene algún beneficio para ti asumir como válido aquello que te hace daño o dejar que te resbale y se pierda por algún desagüe. No pasa nada porque algún mensaje se quede en el emisor por falta de receptor o que el que escucha seleccione, diseccione, filtre y se quede sólo con aquello que le aporte. El resto se puede descartar libremente y sin complejos: si no te aporta, te sobra.
Sugiero pensar antes de hablar, salir a caminar, respirar o simplemente descansar en soledad. Evita descargar tus malas vibraciones como si fueses un aspersor, puede que eso te calme pero tiene consecuencias y te las puedes ahorrar.
Interesante estar abierta a recibir todo lo bueno que tienes alrededor pero provista de un buen filtro que paralice todos aquellos ataques que puedan ponerte en pie de guerra o que te inviten a llorar. Los pensamientos son propiedad de quien los genera, el hecho de que decida compartirlos contigo no significa que tú los tengas que adoptar como propios y te los debas creer. Son suyos, no tuyos.
Relájate si lo que escuchas te produce bienestar, puedes creértelo sin necesidad de darle muchas vueltas. Si te dicen que estás brillante, exuberante y maravillosa, no lo cuestiones. De hecho, eso ya lo sabías tú. Recibe los mensajes que te hagan sonreír, no es tan importante que sean ciertos o no. Puedes admitirlos como un regalo sin tragarte el resto de la propuesta que les pueda acompañar. O sea: Estás muy guapa, ¿me haces un favor? Gracias y no (o sí, pero eso ya depende de lo que decidas dejarte sobornar)
Obvia en cambio los discursos que buscan dañarte, esos que se los quede el que los suelta y los gestione como buenamente pueda. Son suyos, no tuyos.
Resumiendo, que el buen rollo se expanda, es suyo y tuyo pero la mala baba que sea sólo de quien la genera.
Ingrid Pistono
Ingrid Pistono, licenciada en Psicología con Máster en Psicoterapia del Bienestar Emocional.