Ve pasar El Cachorro por la playa un puesto ambulante de bebidas y patatas. «¡Tengo hambre!», exclama. «¿Ah, sí?», le digo, «pues toma este plátano». Y, oye, se le ha quitado él hambre radical. «Es que no tengo hambre de fruta», dice. «Cuando se tiene hambre, se tiene hambre. Toma el plátano». «Merivocao, no tengo hambre», concluye.

El caso es que lo entiendo TAAAN bien. A mí me pasaba… qué coño, me pasa lo mismo. Raras veces, por no decir nunca, tengo hambre de fruta y verdura. Sí de dulces, ganchitos, gominolas… Y siempre he sido una incomprendida.
Ahora, descubro que soy tan bajonera como mi madre.

(Cara de mi hijo de resignación ante la madre que le ha tocado en suerte).
Visto que el Señor de las Bestias y yo estábamos repantingados al sol, El Cachorro ha decidido adoptar al padre de otros dos críos que molaba mucho más. Hacía una muralla, que mi hijo y uno de los suyos se encargaban de destrozar.

Pero el hombre, inasequible al desaliento, la volvía a restaurar. Molón, molón, ese padre. Igual pido que me adopte a mí también.
En fin, que yo que me creía una madre única y moderna, sospecho que soy más clásica que todas las cosas y clavadita a mi señora madre, de las de “déjame tranquila que yo he venido aquí a descansar” (ay, infeliz).
(Por cierto que me la estoy viendo, a mi madre leyendo esto: “Y dale, ¿¡eso es malo, acaso?!” “Nooooo, malo no. Al revés. Me parece que así soy una mamá de verdad”).
Me propongo salirme del guion.

Me animo a hacerles un supercastillo con foso y todo. Me lo tomo además muy a pecho (que yo cuando me pongo, me pongo).

Pero en seguida…

Los salvajes destrozándolo todo cuando iba por la mitad y mis sudores me estaba costando.

Además, como yo reaccionaba de forma exagerada, indignándome a saco (y en modo payasil) para su regocijo, pues más que volvían a seguir con su ansia aniquiladora. Al final el juego ha sido ese, claro.