Hoy que cogemos un avión de nueve horas de vuelo, a El Cachorro le duele la garganta a morir y se encuentra mal. Eso me recuerda, exactamente… a mí.
Yo se las hice pasar canutas a mis padres. Era estar a punto de irnos de vacaciones o haberlas comenzado, y ponerme mala. Tengo en mi haber varias anécdotas al respecto.
Me recuerdo vomitando y yéndome por la patilla con doce años, justo antes de coger el coche para ir a Barcelona a tomar un avión a Túnez. Me sentía a morir, y así se lo hice saber a mis padres. «¿Pasa algo si no vamos?», suplicaba con un hilo lastimero de voz. «Nada, hija, ya cambiaremos el vuelo». Me mentían. Claro que pasaba. Perdíamos el vuelo, la pasta y el buen humor. Pero a mí se me quitó la presión y entre eso y la inyección de Primperan, pudimos irnos de viaje.
Graciosa fue esa anécdota en San Pedro, Roma, un uno de enero, con el Papa Juan Pablo II oficiando misa. Yo tenía unos 13 años y estaba hecha fosfatina. El día anterior había abusado de la cena de Nochevieja, y lo estaba pagando también devolviendo y evacuando.
La iglesia estaba a rebosar, gente hasta en la bandera. Sentados, unos pocos privilegiados, entre ellos mi madre y yo (no sé si por cosa del azar o porque acompañábamos a mi hermano, de la escolanía que ese año cantaba en la Misa de Año Nuevo). Servidora, al lado de mi madre, estaba tumbada sobre su regazo, medio dormitando, que es ese estado latente en el que apenas te mueves para poder retener materias que deben estar dentro de tu cuerpo, dentro del mismo. Y en esto, en medio de una parte de la misa en la que todo el mundo guardaba un solemne silencio (podía ser ese en el que se alza la hostia)… ¡PATAPLAF! Era la silla de mi madre. Se había vencido y estábamos las dos en el suelo, despatarradas. La misa era televisada, e imaginaba todas las cámaras enfocándonos, para desconcierto y solaz de medio mundo.
No sé por qué milagrito (aunque estábamos en un lugar propicio –para milagros, digo-) vino por los aires, de mano en mano, otra silla. Se rifaban y había mucha gente de pie, pero algún alma caritativa debió haber que intercedió por nosotras. Lo malo es que no duramos mucho más sentadas, porque el batacazo debió activar mi depauperado cuerpo y tuve que informar a mi custodia: «Tengo ganas de vomitar y me cago. Me cago YA». Así que salimos de allí como pudimos (yo apretando el culo) entre el gentío que estaba sentado, otra vez llamando un poquito la atención (éramos dignas de ver, mi madre con rictus de preocupación y urgencia seguida de una adolescente encorvada de color verde y con ojeras). Acabamos en enfermería de la iglesia, con unos curas italianos, yo encerrada en un baño y mi madre poniendo cara de circunstancia y ofreciendo una queda sonrisa hacia lo que no entendía ni papa.
A tenor de los sonidos que salían del retrete, los curas debían estar preparando un exorcismo.
Atesoro otra historia de las mías acaecida en Peñíscola. El colmo de los colmillos. Pillé sarampión ESTANDO VACUNADA. Un gran logro por mi parte, ¿que no? Lo había padecido mi hermano hacía relativamente poco, pero a mí me dejaban acercarme por eso, porque en teoría era inmune. Es probable que así fuera, pero mi empeño subconsciente en enfermar de vacaciones pudo con eso, claro. Así que mientras mi familia estaba en la playa, yo pasé los días en penumbra, bebiendo horchata.
Con que cuando mi hijo me ha venido hoy con su dolor de garganta, me he visto reconocida y he pensado en que el karma hacía una de las suyas…