Todavía hay quien dice que mi hijo tendrá los ojos claros, o verdes o grises. Y a día de hoy el tema anda así…
Llamadme intuitiva, pero para mí que el marrón se va abriendo paso a marchas forzadas.
No, si lo mismo que un rojo tiene un hijo cura, un homófono a una lesbiana o un empresario a un anarquista, yo, la zampabollos universal, yo, la que lo único verde que como es el guacamole, yo, que me ventilo todo lo que tenga más grasa y esté más churruscado, he ido a tener a un crudivegano. Tócate los pies.
Me pongo a pelar alubias verdes (en mi tierra se llaman así), y con El Cachorro he ido jugando mientras a que él las cocinaba, a luchar con ellas porque eran espadas, a jugar a los juegos de palabras («¡lluvia de alubia!»)… Hasta que se las ha empezado a comer con fruición. Así, tal cual. ¡Crudas! Es que no doy crédito.
Le regala El Cachorro a Don Bimbas uno de sus coches.
El pequeño enseguida se lo lleva a la boca, que es la forma que tiene de hacer aprecio. Y su hermano mayor le avisa: «¡No ez para comer! ¡Ez para correr!» Jaajajaja.
“Bueno”, debió pensar mi bebé, “pues me jalo otra cosa”.
Que se lleve algo a la boca es señal de que le fascina. Por eso sé también que he acertado con mi nuevo esmalte de uñas…
Le dice el abuelo a El Cachorro: «Mañana ya nos vamos, volvemos a Pamplona porque tengo que trabajar». Yo, añado: «El abuelo es médico». Y salta el canijo: «¿¡ETE EZ MÉDICO?!»
Jaaajaja. Como diciendo «¿¡será posible?!» Mención especial tiene el «este». Tratar al abuelo como «este», se las trae.
Claro que mucha pinta de médico no le debe parecer que tiene, cuando lo que aprende de él es a tocarse la nariz con la lengua.
Vaya par de dos.
«Mamá, di dónde etá Zimón», y se esconde. Porque le encanta que yo haga como que no lo veo y me preocupe. Le chifla que vaya por la casa preguntando en alto “¡Pero bueno! ¿Dónde está Simón?”, y si lo aderezo con mi proverbial teatro, mejor que mejor: “¡Con el cariño que le había cogido a ese niño! ¡Y ya no está! ¡Menudo fastidio! ¿Qué voy a hacer sin él? Menos mal que tengo otro”. Él se parte. De hecho, el ritual suele consistir en que yo me extrañe de escuchar una risa y haga como que descubro que proviene de él.
Qué ternura me produce esta inocencia que les hace creer que si ellos no te ven, tú a ellos tampoco. Aunque se hayan escondido delante de tus narices. Se deben creer que desaparecen de verdad, que son invisibles hasta que vuelven a establecer contacto visual.
Desde la una de la madrugada lleva el peque quejándose y llorando, con picos altos de desgañite agudo. Son casi las cuatro y, después de haberlo probado todo (cambio de pañal, teta, distintas posturas, limpieza nasal…), se ha conseguido dormir (supongo que de agotamiento) encima de mí. No me atrevo ni a mover un párpado. Y eso que me gustaría, al menos para cerrarlos y dormir a mi vez.
Bonita forma de empezar la semana.
Me traen a El Cachorro del cole en la ruta y, siempre, lo primero que me dice, incluso antes de terminar de bajar las escaleras, es: «¡Agua, quero aguaaaa!», en modo bramido. ¡Y pobre de mí si me he olvidado la botella!
Así que le doy agua y no la traga, la engulle. Pero, yo a este crío, ¿adónde lo estoy mandando, al colegio o a atravesar el Sahara? ¿Y tengo yo pinta de oasis? ¿Habrá leído lo de los dos litros diarios en alguna parte? ¿No se atreverá a pedir agua en clase? Tengo que resolver este misterio.
Estando El Cachorro en el baño, salpica y deja todo como un abrevadero de patos. De nuevo. Yo me quejo: “Miiiiiiiiiira, cómo lo has dejado todo ooootra vez”. Y, en su defensa, y para tranquilizarme, coge y me suelta: “No paza nada, ahora viene Bori y lo limpia”.
Bori es la mujer que viene a casa a limpiar.
“¡De eso nada! Bori echa una mano a mamá, que también limpia. Y no tenemos por qué estar detrás de lo que ensucias, majo. Lo vas a limpiar tú”.
Pero lo he limpiado yo, más que nada porque sus limpiezas son más de ensuciarlo todo el doble, mientras pensaba en cómo bajarle esos repentinos humos…
Y se me ha ocurrido que no me apetecía hacer de su porteadora. Así que le he hecho encargarse de llevar su maleta.
Se ha chocado con todo. Y le ha encantado, claro. Ahora no va a haber quien le quite la “maleta de choque”.
Le pido a El Cachorro que recoja las piezas y me dice que las que tiene en la mano no, que el resto “zí poque no zon pitolas”.
Claro, es que se ha hecho una pistola bien chula que quiere usar cuanto antes. Y, de paso, me ha fabricado otra a mí (más pequeña, por si acaso).
Así que nos lanzamos a los peligros del mundo y ambos vamos matando a monstruos y a lobos feroces que asoman de detrás de un árbol o de un coche.
Y hay que decir que esto engancha. Por muchos años que tengas, te acabas metiendo en el papel. Si no que se lo digan a este vecino, que de repente se ve asaltado por unos cuantos espadachines canijos…
Pronto ha sido consciente del peligro que corría porque, como bien ha observado, “con su altura, los golpes los recibo en zona delicada”. Así que los ha tenido que matar a todos enseguida.