Me encanta el vocabulario del pequeño.
“Yo sienta aquí, yo”.
Y siempre con el yo por delante. Que quede claro.
La riqueza de su léxico es limitada, sí. Pero se hace entender a las mil maravillas. Por ejemplo, lo de que mi hijo se podría alimentar de pan solo lo he contado muchas veces. Ni nocilla, ni paté, ni nada. A pelo.
Pero yo me resisto y procuro que en el desayuno se lo coma con algo más de fundamento. Ayer me montó un cristo porque le puse aceite de oliva. Hoy en el desayuno le pregunto:
– ¿Qué quieres?
– ¡Pa!
– Vale, pues te hago una tostada.
Y se levanta de su silla, va al armario, abre la puerta…

… y, señalando el aceite dice:
– Ezo, no.
Explicarse, se explica divinamente.
La tostada ha sido de mantequilla y mermelada.
¿O debiera decir y merrrrrmelada? Para comunicarme mejor con él. Porque él, la errrrrrrrrrrrre, la va a gastar. Un dragón es un ragón, el color verde es verre, le duele la ripa, no le gustan las cosas grandes, sino randes, y un tren es en realidad un rén.

(Aquí, uno de los trenes que se inventa).
Lo vemos en la siguiente conversación:
– ¡Mía, el rén! – me dice todo emocionado enseñándome una serie de objetos puestos en fila…

– ¡Qué largo, el tren! – le observo.
– ¡¡No, rande!!
Ah, y es que para él “largo” es sinónimo de “grande”. Me hace lo mismo con las cosas gordas, que son grandes. Y, como contaba en mayo, le llama grande hasta a ir rápido. Todo es grande. Perdón, “rande”.Y punto.
Y creo que es hora de pedir ayuda a Coco, el de “Barrio Sésamo”.