No sabía si era el olor al mar, el sabor de la sal, el sonido lejano de la samba o su presencia, lo que llenaba cada rincón de mi cuerpo como si toda su vida se hubiera pasado anhelando ese momento.
Apenas le conocía, no sabía cómo se llamaba y ni siquiera hablábamos el mismo idioma, pero sus ojos miel clavándose en mi mientras tomaba mi cabeza para besarme; su melena castaña y su sonrisa iluminando una noche oscura, eran suficientes para saber que sus dulces manos, hábiles para bajar mis bragas hasta la arena, era lo todo que yo necesitaba.
Más decidida que en toda mi vida, me tumbé encima de él cerca de la orilla de la playa mientras el mar nos hacía cosquillas en los pies. A medida que yo le bajaba su bañador y descubría el tesoro que guardaban tan celosamente, puso sus manos en mi cintura para guiarme hacia su cielo y ambos comenzamos una danza íntima y privada en la que sólo se escuchaba nuestra respiración y nuestros gemidos a medida que el calor iba aumentando en nuestro interior.
Según pasaba el tiempo, yo quería más y aceleré el ritmo de mis caderas, le agarré el pelo mientras él echaba su cabeza hacia atrás, me apretaba aún más la cintura y se mordía el labio inferior.
El mundo desapareció por completo para mí, y sólo existíamos él, yo y el mar.
Cuando no aguantamos más y llegamos al paraíso, nos miramos y sonreímos. Me tumbé a su lado apoyando la cabeza en su hombro y ambos miramos las estrellas. No hacían falta las palabras, ni más gestos. Ya habíamos dicho suficiente con el vaivén de nuestros cuerpos.
Redacción COSMO
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